Sacra, Católica, Real Majestad:
Humildemente, yo Ana de Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli, condesa de Mélito y duquesa de Pastrana, os ruego por la voluntad que siempre he tenido en serviros, que no echéis al fuego estas letras y apelando a vuestra compasión, encarecidamente os suplico que escuchéis lo que tengo que deciros desde esta torre de Pinto donde me hallo presa, por una estúpida y vulgar mentira.
Cierto es majestad, que la noche del asesinato de don Juan de Escobedo, éste había cenado en mi palacio de Madrid, como su majestad y yo misma habíamos convenido, tres días antes. Recordaréis mi señor don Felipe, por la proximidad de los hechos, que en un principio me mostré reacia a la idea de abandonar mi hacienda y trasladarme a la corte madrileña. Sin embargo, accedí a ello por la importancia de la misión que me encomendabais y por el requerimiento que me hacíais de servir al Imperio poniendo en juego para ello mis dotes de conversadora y desatadora de lenguas.
Todo esto he callado en el proceso abierto tras la muerte de Escobedo, así como las conversaciones que mantuvimos, los días previos a la cena, por temor a que mis palabras sirvieran de carnaza a los enemigos del Imperio. Sin embargo, mi señor don Felipe, vos no habéis interpretado mi silencio como una nueva prueba de amor y de cordura por mi parte. Sino que el más prudente de los monarcas castiga mi sensatez y se niega a escuchar mis palabras.
Es por ello, que me sirvo de estas líneas para que tengáis constancia de lo que realmente sucedió aquella noche y conozcáis a través de mis palabras como ocurrieron los hechos.
Efectivamente, don Juan de Escobedo llegó a mi palacio a eso de la media tarde, era lunes de Pascua y las campanas de Santa María de la Almudena llamaban a los fieles a la plegaria. Lo recuerdo bien porque me encontraba de pie, junto a la ventana, observando el trasiego de la plaza y esperando la llegada de los invitados a la cena. El retraso de los convidados no fue largo, pues con el último toque de campana se detuvo en medio de la explanada un carruaje, y de él descendieron tres caballeros que por el aspecto de sus ropajes parecían extranjeros. Vestían jubones ajustados de mangas rasas rematados con finísimos encajes de Flandes.
El ir y venir de los parroquianos y el replicar de las campanas debió resultarles extraño porque se detuvieron durante un buen rato junto a la escalinata de la Almudena examinando atentamente a los feligreses y, en varias ocasiones, uno de ellos, que más tarde reconocí como don Juan de Escobedo, con el sombrero en la mano señalaba, una y otra vez, a un mísero aldeano que vendía coles en uno de tenderetes de la plaza. Los caballeros comenzaron hacer chanzas sobre el parecido que éste tenía con el infante don Carlos hasta tal punto que el aldeano percatándose de las bufonadas, comenzó con gran maestría a arrojar coles, que eran hábilmente recibidas en los floretes de los burladores. Provocando esto un gran regocijo en los allí presentes. Se formó en ese momento un pequeño tumulto alrededor de los caballeros y una pequeña fracción de feligreses comenzaron a vitorear a don Juan de Austria al reconocer a Escobedo como uno de sus hombres de confianza.
Mientras, el aldeano seguía lanzando coles al grito de _ ¡Viva su sacra majestad don Felipe y abajo los flamencos, enemigos de la convivencia Imperial!
Así estaba el ambiente de crispado cuando apareció vuestro secretario don Antonio Pérez que tras desmontar del caballo saludo cortésmente a los caballeros y los acompaño hasta mi casa. Minutos más tarde mi camarera personal anunciaba su llegada. Y ha de saber, vuestra majestad, que aquella noche al secretario Escobedo se le desató la lengua. Animado por mi conversación y con varias copas de vino de Esquivias servido en los postres, confirmó todas nuestras sospechas. Efectivamente don Juan de Austria tenía la pretensión de adherirse para sí el trono de Inglaterra y contraer matrimonio con María, reina de los escoceses.
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La conversación aunque valiente, era temeraria, rayando la insolencia. Por ello, dirigiéndome a Escobedo le dije _Retiraros de mi mesa. En mi casa no se conspira en contra del rey.
Mis palabras sorprendieron a los invitados, de tal modo, que el secretario de vuestro hermanastro se levantó de la mesa y desafiándome con la mirada exclamó: — O estáis a favor de don Juan de Austria o yo me encargo que caigáis en desgracia.
Y sin mediar más palabras se levantó y sé fue. Los dos flamencos lo siguieron. Antonio Pérez y yo misma permanecimos conversando durante al menos dos horas más, hasta que llegó al palacio la noticia del asesinato de Escobedo en una de las calles colindantes.
Eso fue lo que sucedió realmente.
Y sabe Dios que no miento. Es por ello, majestad, que esta prisión me parece cuanto menos cruel e indigna para aquella que en todo momento a puesto bajo vuestros pies hacienda, honra y persona.
¿Cómo dais crédito a los rumores que corren por Madrid?
¿Dais como cierto, en algún momento, los chismorreos cortesanos de que la muerte de Escobedo se fraguo en mi casa y que yo misma puse la daga en manos del asesino? Vos me conocéis bien. ¿Podéis dar crédito a esas patrañas?
¡Vive Dios, que no entiendo nada! Me despojáis de mi hacienda, me apartáis de mis hijos… ¡Me castigáis sin piedad!
Quiero pensar, mi señor don Felipe, que os mueven los celos. Mélito , duquesa de PastranaPero unos celos infundados, alimentados por las calumnias y el ataque mezquino de los que odian lo que representa el escudo de mi casa.
¿Podría yo tener relación carnal con un vulgar secretario, por muy secretario que fuera de su majestad?
¡Vuestros celos, si los tuvierais, son injustificados!
¿Habéis olvidado ya el olor de mis cabellos y la tersura de mis manos?
Cierto es que me une a vuestro secretario una gran amistad, pero una amistad que vos mismo habéis fomentado durante años, al serviros de él como emisario. No es justo que en estos momentos nos castiguéis a los dos.
Ni don Antonio Pérez ni yo somos amantes. Ni tenemos nada que ver con el asesinato de Escobedo.
Es por ello que os pido clemencia. No solo para mí sino también para vuestro fiel secretario.
Vuestra, siempre amantísima
Ana de Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli, condesa de Mélito , duquesa de Pastrana.
Ficción literaria de Laura Pérez Sánchez