A veces, el destino se muestra con una ironía cruel. Aquel niño nacido en Sevilla un caluroso 30 de junio de 1478, bajo el vaticinio de un eclipse, llegó al mundo para convertirse en Juan de Aragón y Castilla, el esperado heredero de los Reyes Católicos. Cargó desde la cuna con títulos que auguraban un poder sin precedentes: Príncipe de Asturias, de Gerona, Duque de Montblanc y Señor de Balaguer. Era el hijo único varón de Isabel y Fernando; y, con su sola existencia, parecía garantizar la unión definitiva de las coronas de Aragón y Castilla. Pero Juan, frágil como el cristal, no parecía hecho para las altas expectativas que lo rodeaban. Su nacimiento, prematuro y complicado, lo marcó de por vida: un cuerpo endeble, un labio leporino que dificultaba el habla, y una salud quebradiza que apenas soportaba los rigores de la infancia. La vida del príncipe, sin embargo, no se construyó sobre lamentos. Los Reyes Católicos, conscientes del papel crucial que debía desempeñar, le otorgaron...