A veces, el destino se muestra con una ironía cruel. Aquel niño nacido en Sevilla un caluroso 30 de junio de 1478, bajo el vaticinio de un eclipse, llegó al mundo para convertirse en Juan de Aragón y Castilla, el esperado heredero de los Reyes Católicos. Cargó desde la cuna con títulos que auguraban un poder sin precedentes: Príncipe de Asturias, de Gerona, Duque de Montblanc y Señor de Balaguer. Era el hijo único varón de Isabel y Fernando; y, con su sola existencia, parecía garantizar la unión definitiva de las coronas de Aragón y Castilla.
Pero Juan, frágil como el cristal, no parecía hecho para las altas expectativas que lo rodeaban. Su nacimiento, prematuro y complicado, lo marcó de por vida: un cuerpo endeble, un labio leporino que dificultaba el habla, y una salud quebradiza que apenas soportaba los rigores de la infancia. La vida del príncipe, sin embargo, no se construyó sobre lamentos. Los Reyes Católicos, conscientes del papel crucial que debía desempeñar, le otorgaron una educación digna de un futuro monarca.
De las letras al arco
La formación de Juan, meticulosamente diseñada, combinaba humanismo y artes marciales. En la sobria corte de Isabel, cada detalle importaba, desde los zapatos a los tratados clásicos, de la ballesta a los sermones teológicos. Su preceptor, fray Diego de Deza, lo guiaba en la senda de la virtud, mientras otros maestros lo preparaban para las lides de la guerra y la política. Aun así, quienes le rodearon no pudieron evitar notar cierto vacío pues el príncipe, pese a su sabiduría y cortesía, carecía del empuje que los grandes soberanos necesitan para moldear el destino.
La boda que deslumbró Castilla
A los dieciocho años, Juan se casó con Margarita de Austria, una joven que combinaba belleza, inteligencia y gracia. Los fastos de la boda en Burgos fueron épicos, dignos de sellar un pacto dinástico que garantizaba la supremacía de los Reyes Católicos frente a Francia. Sin embargo, tras los banquetes y las cabalgatas, se escondían las sombras de la tragedia.
El idilio entre Juan y Margarita era tan intenso que sus contemporáneos empezaron a murmurar. La pasión del príncipe, comentaban, rayaba en el exceso. Su salud, ya precaria, no podía soportar las exigencias de un amor desbordante. En un tiempo en que la medicina no era más que un catálogo de remedios inciertos, se le atribuyó su declive al "frenesí conyugal".
Muerte en Salamanca
La fatalidad no tardó en cobrar su tributo. A los pocos meses del matrimonio, la viruela lo debilitó aún más. Salamanca, donde se trasladó buscando descanso, fue su última parada. Ni las plegarias, ni los cuidados de fray Diego de Deza, ni la presencia de su padre Fernando, pudieron evitar lo inevitable. El 4 de octubre de 1497, Juan exhaló su último suspiro en brazos del Rey, dejando tras de sí un reino huérfano de futuro.
El reino en vilo
La muerte de Juan fue un golpe que cimbreó los cimientos de España. La Corte, que había puesto todas sus esperanzas en su figura, cayó en un duelo que pronto dio paso a la ansiedad pues Margarita, encinta, era la última carta del destino. Pero la ilusión se desvaneció cuando el parto solo trajo una "masa informe", como narraron los cronistas con brutalidad despiadada.
Con la línea masculina extinta, los Reyes Católicos miraron a sus hijas para asegurar la continuidad dinástica. El trono quedó en manos de una descendencia que, pese a los esfuerzos de Isabel y Fernando, derivó en el caótico reinado de Juana, mal llamada "la Loca" y en la llegada de los Habsburgo.
El príncipe eterno
Juan de Aragón y Castilla no alcanzó los veinte años, pero en su corta vida concentró todas las esperanzas y tragedias de una época. No fue el monarca que la historia esperaba, pero su ausencia moldeó el destino de España, forjando un camino distinto al que los Reyes Católicos habían soñado. En el mausoleo de Ávila, bajo las velas que iluminaron su despedida, quedó para siempre la imagen de un joven que murió siendo la esperanza de Castilla.