La vida de Juan de Aragón y Castilla, único hijo varón de los Reyes Católicos, fue un suspiro que prometía cambiar el curso de la historia y terminó convirtiéndose en epitafio. Aquel niño, nacido un 30 de junio de 1478 en Sevilla, llegó al mundo entre vítores y malos augurios. No era robusto ni resplandeciente como cabría esperar del heredero de dos tronos. Su constitución delicada, marcada por un labio leporino y un cuerpo frágil, le auguraba una existencia más breve que gloriosa. Sin embargo, los padres confiaron en que la Providencia completaría lo que la naturaleza había dejado incompleto.
Se le educó con un rigor que solo cabe imaginar en la corte de Isabel y Fernando. Sabían que el peso de un imperio necesitaba hombros firmes y Juan fue sometido a un programa que combinaba la disciplina de las armas con el refinamiento de las letras. Fray Diego de Deza, dominico y teólogo, dirigió su formación moral, mientras maestros de Salamanca se encargaban de afilar su ingenio. Era apacible, cortés y amante del arte, según Mártir de Anglería, pero también adolecía de cierta apatía, como si en el fondo supiera que su vida no estaba destinada a grandes gestas.
Pese a todo, sus padres vieron en él la pieza clave para sellar la unión de Castilla y Aragón y lo comprometieron con Margarita de Austria, hija de Maximiliano de Habsburgo. La joven, culta y de belleza luminosa, llegó a Burgos escoltada por el propio rey Fernando. Su enlace en la catedral de la ciudad, en Abril de 1497, fue un espectáculo digno de crónicas: perlas del tamaño de avellanas, invitados ilustres como Cristóbal Colón y un banquete fastuoso que culminó con un jineteo desafortunado del príncipe, quien cayó al suelo frente a su esposa y la corte. Una escena que, en retrospectiva, parecía un mal presagio.
La luna de miel se tornó en tragedia antes de que el año concluyera. Tras contraer viruela, Juan sufrió una recaída en Salamanca. Las fiebres y el agotamiento lo postraron y, aunque los rumores señalaron a una pasión desmedida con su esposa como causa de su deterioro, todo apunta a una salud quebrada desde la infancia.
Cuando Fernando llegó a su lecho de muerte, el joven, con un temple inesperado, aceptó su destino y dedicó sus últimas palabras a Margarita: "Mi alma habita dentro de ti". Falleció el 4 de octubre de 1497, dejando a Castilla y Aragón huérfanos de futuro.
Su cuerpo fue sepultado en Ávila, bajo un mausoleo austero que renunciaba a las armas del guerrero. Juan no murió en batalla, pero tampoco en la paz de una vida cumplida. La corte se encomendó a su viuda, encinta, como última esperanza de perpetuar su linaje. Sin embargo, Margarita trajo al mundo un aborto y el luto por Juan se mezcló con la amargura de una dinastía sin heredero.
La Corona, huérfana de príncipes, abrió las puertas a una nueva dinastía: los Habsburgo, cuyos herederos escribirían otra historia para España, pero no la que Isabel y Fernando soñaron para su hijo.