La historia de Isabel II, su desbordante vida de palacio y las sombras que aún rondan a su descendencia harían palidecer de envidia a cualquier novelista.
Hay en esta trama todo lo que cabe esperar de una corte borbónica: intrigas de alcoba, lealtades quebradas y secretos encriptados bajo sellos de la Santa Sede.
Corría 1857 y la reina Isabel II, como si la historia hubiese de recordarla en cada escándalo y secreto, tenía sus propios tormentos amorosos y —dicen documentos del Vaticano— secretos bien guardados.
El origen del futuro Alfonso XII, niño a quien los despachos eclesiásticos no dudarían en señalar como hijo de otro hombre, el apuesto Enrique Puigmoltó, inquietaba en Roma y en Madrid.
"¿Es que deseas que aborte?", le habría preguntado la reina, entre lágrimas, a su primer ministro, el implacable general Narváez, en una respuesta digna de la mejor dramaturgia.
Mientras el futuro rey de España se formaba en el vientre de la soberana, rumores y misivas iban y venían entre el Vaticano y la corte madrileña, con el cardenal Antonelli y monseñor Simeoni al tanto de cada paso que daba la reina.
Simeoni, el diplomático con la labor de informar al Vaticano, redactaba entonces un despacho dirigido al secretario de Estado, sugiriendo que en la mismísima corte se sabía ya quién era, en realidad, el padre de aquel niño que Isabel esperaba.
La reina se debatía entre su responsabilidad como madre de un heredero y su naturaleza pasional, mientras el capitán Puigmoltó, joven y condecorado, vivía sus noches en las habitaciones reales, como confirman los informes reservados.
En la turbulenta relación, donde el favoritismo alcanzaba tintes de tragedia, Isabel misma llegó a dejar por escrito que el padre de aquel hijo en gestación no era su esposo, Francisco de Asís, sino el ardiente capitán valenciano y lo confiesa en una carta a él dirigida. Y así, entre secretos de almohada y pasiones inconfesables, Isabel escribía otra página imborrable de la historia de la monarquía.
Nada frenaba aquella relación, ni siquiera las misivas del mismísimo Pío IX, que en vano intentó apartar al "nuevo vizconde de Miranda" de los brazos de la reina.
El papa, con un corazón más ingenuo que práctico, confiaba en que Isabel seguiría algún consejo piadoso de su confesor, el inagotable monseñor Claret.
Isabel, sin embargo, no era de fácil domar, de conducir, de guiar. ...Pero..., en un giro final, su presunto acto de redención fue, al parecer, una astucia más: el traslado de Puigmoltó a Valencia, sí, pero lejos de tratarse de una ruptura, parece que fue tan solo un breve interludio. Ella nunca quiso casarse con su primo Francisco de Asís y estas fueron, entre otras, las consecuencias.