Allá por 1584, en un tiempo donde la guerra era tanto arte como brutalidad, un soldado español de nombre Bernardino de Mendoza se plantó frente a Felipe III con una idea que parecía más propia de un artesano visionario que de un militar. Mendoza, nacido en el seno de la nobleza castellana y curtido en las campañas de África y las luchas de Malta, había concebido un ingenio capaz de cambiar el curso de los enfrentamientos en el norte de África: una especie de fortín desmontable, ligero y fácil de transportar. Lo describió como un artilugio de "madera y tornillos", diseñado para armarse en un santiamén y ofrecer protección contra los ataques implacables en tierras de la Berbería.
No era un diseño cualquiera, ni una idea sacada de las brumas de la imaginación. Mendoza, hombre práctico y curtido en las lides del campo de batalla, pensaba en algo que pudiera levantarse rápidamente en un entorno hostil donde los recursos brillaban por su ausencia.
Un fuerte portátil, lo suficientemente robusto para resistir un asalto, pero también fácil de montar y desmontar, capaz de acompañar a los ejércitos en sus campañas. Propuso que el ingenio tuviera un segundo piso, algo que sus contemporáneos apenas consideraban: una atalaya elevada que sirviera tanto para la vigilancia como para disparar con ventaja desde las alturas.
UNA VISIÓN OLVIDADA
Aunque el destino de su invento en la corte de Felipe III se pierde entre las páginas polvorientas de la historia, su idea plantó una semilla que germinaría siglos después, cuando los ejércitos españoles enfrentaron desafíos similares en África. A finales del siglo XIX y principios del XX, los soldados en Marruecos comenzaron a emplear fortificaciones conocidas como "blocaos", estructuras que, aunque más rudimentarias que las imaginadas por Mendoza, se convirtieron en emblemas de la lucha en el Rif.
Estos blocaos eran verdaderos castillos de cartón piedra. Sus muros se levantaban con sacos terreros, reforzados en los bajos con piedras y cubiertos por techos de chapa ondulada que, en el desierto, se calentaban al punto de hacer hervir la sangre. Dentro, una guarnición de una veintena de hombres se apretujaba para sobrevivir a los ataques y, quizás más temiblemente, al tedio. Mendoza nunca pudo imaginar que su visión evolucionaría en estas cajas de madera donde la falta de agua era tan crítica que los soldados perforaban agujeros en el techo para recoger la lluvia.
DEL INGENIO A LA REALIDAD
Los datos sobre los blocaos que terminaron usándose en Marruecos resultan reveladores. Según los historiadores, para levantar uno de tamaño modesto, de apenas cuatro metros por lado, eran necesarios 1.500 metros de alambrada, miles de sacos terreros y kilos de grapas y tornillos. En teoría, estas fortificaciones estaban diseñadas para proteger a los soldados del fuego enemigo, pero en la práctica, la vida dentro de ellas era una mezcla de precariedad e improvisación. Con frecuencia, los soldados tenían que salir en expediciones diarias para buscar agua en las fuentes cercanas, y las letrinas excavadas en la parte trasera del blocao eran apenas un alivio para las miserias del encierro.
UN LEGADO INMORTAL
Lo irónico del asunto es que, más allá de sus aplicaciones prácticas, el invento de Mendoza y sus sucesores quedó como un símbolo de la adaptación militar española. En un entorno donde los recursos eran escasos y los desafíos, constantes, aquellos blocaos representaron la capacidad de los hombres para resistir incluso en las condiciones más adversas.
A día de hoy, la figura de Bernardino de Mendoza merece algo más que una mención fugaz en los libros de historia militar. Su visión adelantada, aunque olvidada durante siglos, resurgió cuando la necesidad apretó, dejando un legado que mezcla la ingeniería, la estrategia y la pura obstinación humana. Porque, al final, en la guerra como en la vida, el ingenio siempre será la mejor arma.