Durante el dominio islámico, en el año 844, la ciudad fue arrasada por ordas vikingas que hicieron de las murallas pasto de las llamas.
Tras el desastre, el emir Abderramán II, el cuarto emir omeya de Córdoba entre el 822 y el 852, las mandó reconstruir.
Abderramán III, tataranieto del anterior y octavo emir independiente entre el 912 y el 929, las volvió a destruir; el primer califa omeya de Córdoba (929-961) las destruye junto con las puertas de acceso a las mismas, en 913, pensando que con ello se evitarían conatos de secesión contra Córdoba, que él mismo había convertido en capital de Al-Ándalus.
Más tarde, ya en 1023, Abú al-Qasim, primer rey de taifa de Sevilla entre el 1023 y el 1042, ordena que las levantasen de nuevo para hacerse fuerte frente a las tropas cristianas que pretendían la reconquista de su tierra; así entre los siglos XI y XII se amplían considerablemente las murallas ampliando en el doble el recinto amurallado con el sultán Alí ibn Yúsuf entre los años 1083-1143. La defensa amurallada de la ciudad fue extendida, ensanchada, fortalecida y, ampliado su perímetro en casi dos veces su antigua superficie.
Sus sucesores, siendo conscientes del avance conseguido sobre los cristianos del norte en la Reconquista, se empeñaron en reforzar sus defensas, dando lugar al recinto definitivo de las murallas.
Las murallas de Sevilla en este tiempo tenían una dimensión de siete kilómetros de muro, 166 torreones, trece puertas y seis postigos.
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