Interior del convento, hoy convertido en museo de carruajes
Compartido por Antonio Martinez en Aula de Historia
El Señor del Rebozo
A mediados del Siglo XVI funcionaba ya como convento Dominico, el edificio situado a espaldas del que fuera templo de Santa Catalina de Siena, ubicado en la calle de su nombre hoy República Argentina. Fundado por ayuda pecuniaria de tres mujeres sumamente religiosas y ricas conocidas por "Las Felipas", este convento recibía la ayuda de casas y encomiendas y rentas producto de una especie de fideicomde estas Felipas y así comenzó a recibir monjas que se acogían a la advocación de Santa Catalina de Siena.
En el Templo que como se
dice y se sabe, daba a la hoy calle de la República Argentina, estaba entrando
a la derecha, un Cristo de madera, esculpido por anónimo escultor, uno de
tantos imagineros que dejó para siempre su arte religioso sin que se recuerde
su nombre.
Era un Cristo de mirada
triste, de palidez mortal, con grandes llagas sangrantes y una corona de
espinas cuyas puntas parecían clavarse en la carne, la madera que asimismo
escurría sangre. Daba lástima esta triste figura del Señor colocada a la
entrada del templo, con su cuerpo llagado, flácido y apenas cubierto con un
trozo de túnica morada.
Tal vez este triste aspecto
del Cristo cargando la Cruz fue lo que motivó a una monja que llegó como
novicia bajo el nombre de Severa de Gracida y Alvarez y que más tarde adoptara
al profesar, el de Sor Severa de Santo Domingo.
Pues bien esta monja, cada
vez que iba a misa al templo de Santa Catalina, se detenía para murmurar un par
de oraciones al Señor cargado con tan pesada cruz al grado de que cada día lo
advertía más agobiado, más triste, más sangrante.
Pasaban los años y a medida
que la monja Sor Severa de Santo Domingo solía pasar más tiempo ante el Cristo,
mayor era su devoción, mayor su pena y más grande la fe que profesaba al hijo
de Dios. Así pasaron los años, treinta y dos para ser más exactos, la monja se
hizo vieja, enferma, cansada, pero no por eso declinó en su adoración por el
Señor de la Cruz a cuestas, sino que aumentó a tal grado de que lo llamaba
desde su celda en donde había caído enferma de enfermedad y de vejez.
Una noche ululaba el viento,
se metía por las rendijas, por el portillo sin vidrio ni madera, calaba hasta
los huesos viejos y cansados de la monja. El aire azotaba la lluvia y la noche
se hacía insoportable.-!Jesús.. Cristo mío! -gritó la monja con voz casi
inaudible, pero llena de dolor, tratando de abandonar su lecho de enferma-,
dejádme que cubra vuestro enjuto y aterido cuerpo... venid a mi señor, y
mostráos ante esta pecadora que sólo ha sabido amarte y adorarte en religiosa
reverencia.Arreció el vendabal...Y lo insólito de esta historia ocurrió
entonces.
Llamaron quedamente a la
puerta de la celda de la enferma monja y ésta con muchos trabajos se levantó y
abrió, para encontrarse ante la figura triste de un mendigo, casi desnudo, que
parecía implorar pan y abrigo.La monja tomó un mendrugo, un trozo de la hogaza
que no había tocado y le ofreció el pan mojado en aceite, agua y sacando de su
ropero un chal, un rebozo de lana, cubrió el aterido cuerpo del mendigo.
Terminado de hacer esto, el
cuerpo de la monja se estremeció, lanzó un profundo suspiro y falleció.Al día
siguiente hallaron su cuerpo yerto, pero oloroso a santidad, a rosas, con una
beatífica sonrisa en surostro marchitado por los años y la enfermedad.Y allá en
el templo de Santa Catalina de Siena, cubriendo el enjuto y sangrante cuerpo
del Señor con la cruz a cuestas, el rebozo o chal de la vieja monja.