Para completar y mejor formar criterios en tema de Memoria Histórica está bien recordar aquellos tiempos en los que la izquierda republicana quiso acabar con las procesiones de Semana Santa e igualmente cualquier manifestación pública de fervo, ya que como dijera Manuel Azaña, eran “inaceptables vehículos de proselitismo”.
En 1932, en plena República, sólo una cofradía se atrevió a salir a las calles de Sevilla. Fue recibida a balazos. El entonces ministro de la Guerra, en su discurso en Cortes de Octubre de 1931, arguyó que “España había dejado de ser católica”, sentando las bases de lo que la República entendía como respeto a la libertad de conciencia: “Aplicar a las órdenes religiosas no un principio de justicia, sino aceptarlas en el caso de utilidad pública y de defensa de la República […] y proscribirlas en razón de su temerosidad (sic) para la República”.
De los discursos el Gobierno republicano pasó a los hechos, prohibió los crucifijos en todas las aulas y dio instrucciones para que las autoridades locales republicanas prohibieran las procesiones de Semana Santa y que esa “libertad de conciencia” quedara encerrada en el interior de los templos. En mayo de 1931 comenzaron los ataques a los católicos, que han quedado impunes en la historia pues la Memoria Histórica lejos de serlo se tiene como una expresión sectaria del rencor del bando vencido. Esa impunidad consentida y alentada por las autoridades de la República jugó a favor del laicismo radical que propugnaba por Azaña.
En 1932, la mitad de España se quedó sin procesiones y en 1933, toda España. Pero el Jueves Santo, 24 de marzo de 1932, sólo una cofradía sevillana, a las cuatro de la tarde, se asomó a la calle: La Estrella. De la población se había adueñado el miedo por una parte, por el temor a las amenazas republicanas y, por otra parte, la pobreza pues la nueva constitución había prohibido las subvenciones a las hermandades religiosas. De esta forma, en pocos meses, había mermado el número de cofrades hasta los rigores extremos para sacar un paso a procesionar.
A esto se sumó el miedo a que las imágenes fueran destruidas, como pasó días después, cuando incendiaron la iglesia de San Julián y destruyeron numeroso patrimonio histórico, entre el que se encontraba la imagen de la Dolorosa que tallara Martínez Montañés, que fue carbonizada.
Conscientes de la situación y con valentía los hermanos que estaban en el interior de la iglesia de San Jacinto decidieron sacar a la calle a sus dos pasos: el Cristo de las Penas y la imagen de Nuestra Señora de la Estrella; y, en la calle, una compañía de seguridad de caballería y un pelotón de la Guardia Civil esperaban la salida de ambos pasos.
El gentío conocía la decisión de “la valiente”, La Estrella, llenando las calles San Jacinto y Pajés del Corro. Impresionante la ovación a las puertas del templo cuando éstas se abrieron y se vio la Cruz de guía, la voz del pueblo fervoroso fue una bomba espiritual para el ánimo republicano. Saetas y lágrimas de emoción llenaron la calle Sierpes, en la esquina con Santa María de Gracia una turba del Frente Popular empezó a vitorear al “comunismo libertario”, pretenddida ofensa que fue contestada con vivas a María Santísima. Las fuerzas de seguridad detuvieron a Luis Sánchez García, de 44 años, uno de los alborotadores; y, de inmediato, lanzaron una piedra contra la imagen del Cristo que rebotó en la espalda de la talla y golpeó a uno de los soldados. Los fieles se lanzaron indignados sobre el autor de la delincuencia vandálica que resultó ser un tabernero llamado Manuel Fernández Rozas, de 33 años, que tuvo que ser rescatado por la Guardia Civil tras batallar contra el público que quería escarmentarlo. A la entrada de los pasos en la catedral por la puerta de San Miguel, un grupo empezó a lanzar petardos sobre el manto de la Virgen, sonaron disparos de pistola, los rojos habían agujereado el palio de la Virgen. La multitud, presa del en pánico, se dispersó, los pasos rápidamente entran en la catedral y las puertas se cierran. Acto seguido un grupo de fieles persigue a uno de los hombres que había disparado contra la Virgen y que había salido huyendo hacia la plaza del Triunfo, siendo uno de estos fieles Diego Jiménez Martínez, un jóven de 29 años que consigue alcanzar al huído en la calle de Maraña, propinándole “un formidable bastonazo en la cabeza”, según reza en el atestado. Incluso herido, el delincuente se encaró a punta de pistola con los agentes que le seguían a la carrera. Hubo disparos, sin heridos, hasta que por fin fue se detenido en la Calle San Gregorio.
La Policía, ante la ira popular, se vio obligada a custodiar al detenido en el portal de Diputación de la Guardia Civil hasta que sus números terminasen de cargar contra los fieles enardecidos que pretendían hacerse con el pistolero. Según publicaba ABC en su edición sevillana, el autor de los disparos fue “Emiliano González Sánchez, de 21 años, soltero y natural de Alcázar de San Juan, de oficio carpintero y con domicilio en San juan de Aznalfarache”. Al detenido se le ocupó una pistola del calibre 6,35 mm. con dos cargadores; dos carnets de la CNT, Confederación Nacional del Trabajo, sindicato anarquista, uno a su nombre y otro al de un tal José Adame y un carnet de chófer; y enrollada en su cuerpo llevaba la bandera del sindicato. Las fuerzas del orden habían trasladado a la misma comisaría a otros compañeros del sindicalista: -Daniel Maceda, alias “El Carbonero” -Antonio Ibarra, alias “El Pájaro” -José Martín Bernal y -Manuel Piña Lara. Ante estos gravísimos sucesos la reacción gubernamental fue reflejo fiel de la importancia que aquellas izquierdas republicanas daban al sometimiento de la Iglesia Católica: Nada se hizo.
Desde las tribunas de la mayoría republicana se señaló a los hermanos cofrades como culpables de provocar al pueblo con sus procesiones, “un vehículo de proselitismo intolerable en la España moderna”, como dijo la prensa de izquierdas de la época. La reacción gubernamental a los sucesos de 1932 y no sólo a los producidos en Semana Santa, sino igualmente a los ataques continuos a los sentimientos religiosos como la quema de iglesias y el estrangulamiento financiero al que la izquierda sometió a la Iglesia, terminaron con todas las procesiones de 1933 comoantes se mencionaba.
La Semana Santa quedó encerrada en las capillas y los pasos se ocultaron detrás de muros de metal o en lugares secretos, sótanos... La victoria de las derechas en noviembre de 1933 devolvió algo de paz a la Semana Santa de 1934 y todas las cofradías salieron de nuevo a las calles en 1935.
En 1932, en plena República, sólo una cofradía se atrevió a salir a las calles de Sevilla. Fue recibida a balazos. El entonces ministro de la Guerra, en su discurso en Cortes de Octubre de 1931, arguyó que “España había dejado de ser católica”, sentando las bases de lo que la República entendía como respeto a la libertad de conciencia: “Aplicar a las órdenes religiosas no un principio de justicia, sino aceptarlas en el caso de utilidad pública y de defensa de la República […] y proscribirlas en razón de su temerosidad (sic) para la República”.
De los discursos el Gobierno republicano pasó a los hechos, prohibió los crucifijos en todas las aulas y dio instrucciones para que las autoridades locales republicanas prohibieran las procesiones de Semana Santa y que esa “libertad de conciencia” quedara encerrada en el interior de los templos. En mayo de 1931 comenzaron los ataques a los católicos, que han quedado impunes en la historia pues la Memoria Histórica lejos de serlo se tiene como una expresión sectaria del rencor del bando vencido. Esa impunidad consentida y alentada por las autoridades de la República jugó a favor del laicismo radical que propugnaba por Azaña.
En 1932, la mitad de España se quedó sin procesiones y en 1933, toda España. Pero el Jueves Santo, 24 de marzo de 1932, sólo una cofradía sevillana, a las cuatro de la tarde, se asomó a la calle: La Estrella. De la población se había adueñado el miedo por una parte, por el temor a las amenazas republicanas y, por otra parte, la pobreza pues la nueva constitución había prohibido las subvenciones a las hermandades religiosas. De esta forma, en pocos meses, había mermado el número de cofrades hasta los rigores extremos para sacar un paso a procesionar.
A esto se sumó el miedo a que las imágenes fueran destruidas, como pasó días después, cuando incendiaron la iglesia de San Julián y destruyeron numeroso patrimonio histórico, entre el que se encontraba la imagen de la Dolorosa que tallara Martínez Montañés, que fue carbonizada.
El gentío conocía la decisión de “la valiente”, La Estrella, llenando las calles San Jacinto y Pajés del Corro. Impresionante la ovación a las puertas del templo cuando éstas se abrieron y se vio la Cruz de guía, la voz del pueblo fervoroso fue una bomba espiritual para el ánimo republicano. Saetas y lágrimas de emoción llenaron la calle Sierpes, en la esquina con Santa María de Gracia una turba del Frente Popular empezó a vitorear al “comunismo libertario”, pretenddida ofensa que fue contestada con vivas a María Santísima. Las fuerzas de seguridad detuvieron a Luis Sánchez García, de 44 años, uno de los alborotadores; y, de inmediato, lanzaron una piedra contra la imagen del Cristo que rebotó en la espalda de la talla y golpeó a uno de los soldados. Los fieles se lanzaron indignados sobre el autor de la delincuencia vandálica que resultó ser un tabernero llamado Manuel Fernández Rozas, de 33 años, que tuvo que ser rescatado por la Guardia Civil tras batallar contra el público que quería escarmentarlo. A la entrada de los pasos en la catedral por la puerta de San Miguel, un grupo empezó a lanzar petardos sobre el manto de la Virgen, sonaron disparos de pistola, los rojos habían agujereado el palio de la Virgen. La multitud, presa del en pánico, se dispersó, los pasos rápidamente entran en la catedral y las puertas se cierran. Acto seguido un grupo de fieles persigue a uno de los hombres que había disparado contra la Virgen y que había salido huyendo hacia la plaza del Triunfo, siendo uno de estos fieles Diego Jiménez Martínez, un jóven de 29 años que consigue alcanzar al huído en la calle de Maraña, propinándole “un formidable bastonazo en la cabeza”, según reza en el atestado. Incluso herido, el delincuente se encaró a punta de pistola con los agentes que le seguían a la carrera. Hubo disparos, sin heridos, hasta que por fin fue se detenido en la Calle San Gregorio.
La Policía, ante la ira popular, se vio obligada a custodiar al detenido en el portal de Diputación de la Guardia Civil hasta que sus números terminasen de cargar contra los fieles enardecidos que pretendían hacerse con el pistolero. Según publicaba ABC en su edición sevillana, el autor de los disparos fue “Emiliano González Sánchez, de 21 años, soltero y natural de Alcázar de San Juan, de oficio carpintero y con domicilio en San juan de Aznalfarache”. Al detenido se le ocupó una pistola del calibre 6,35 mm. con dos cargadores; dos carnets de la CNT, Confederación Nacional del Trabajo, sindicato anarquista, uno a su nombre y otro al de un tal José Adame y un carnet de chófer; y enrollada en su cuerpo llevaba la bandera del sindicato. Las fuerzas del orden habían trasladado a la misma comisaría a otros compañeros del sindicalista: -Daniel Maceda, alias “El Carbonero” -Antonio Ibarra, alias “El Pájaro” -José Martín Bernal y -Manuel Piña Lara. Ante estos gravísimos sucesos la reacción gubernamental fue reflejo fiel de la importancia que aquellas izquierdas republicanas daban al sometimiento de la Iglesia Católica: Nada se hizo.
Desde las tribunas de la mayoría republicana se señaló a los hermanos cofrades como culpables de provocar al pueblo con sus procesiones, “un vehículo de proselitismo intolerable en la España moderna”, como dijo la prensa de izquierdas de la época. La reacción gubernamental a los sucesos de 1932 y no sólo a los producidos en Semana Santa, sino igualmente a los ataques continuos a los sentimientos religiosos como la quema de iglesias y el estrangulamiento financiero al que la izquierda sometió a la Iglesia, terminaron con todas las procesiones de 1933 comoantes se mencionaba.
La Semana Santa quedó encerrada en las capillas y los pasos se ocultaron detrás de muros de metal o en lugares secretos, sótanos... La victoria de las derechas en noviembre de 1933 devolvió algo de paz a la Semana Santa de 1934 y todas las cofradías salieron de nuevo a las calles en 1935.