La llegada de Felipe el Hermoso a la Corte española fue un espectáculo digno de la mejor de las crónicas. Era llamado El Hermoso, pero su belleza parecía más ser exterior que interior.
No era solo un joven de aspecto regio, sino que su presencia alteraba el tablero político de Castilla, enredado ya en la madeja de las ambiciones y lealtades de los grandes de España.
Las facciones flamencas, lideradas por Ville y Veyre, olieron la oportunidad como el zorro olfatea al conejo, y se unieron para saquear los tesoros de la monarquía castellana, sin más objetivo que llenar sus bolsillos y consolidar su poder en una tierra que apenas comprendían.
Mientras tanto, en Castilla, los poderosos del reino tomaban partido. Algunos, movidos por la marea imparable del flamenco recién llegado, traicionaron sus juramentos a Fernando, el rey veterano, en busca de favores de un príncipe que prometía el oro y el moro, pero cuyo destino sería tan breve como una llamarada en la tormenta, enfermo o envenenado, Juana, su esposa y Fernando, su yerno, lo verían morir en su juventud.
Juan Manuel, astuto y calculador, se erigió como el artífice detrás del telón, moviendo las piezas del ajedrez con una destreza que bien podría haber rivalizado con la del propio Fernando. Era él quien aconsejaba a Felipe, quien le instaba a desobedecer a su suegro, a rechazar la Concordia de Salamanca y a enfrentarse sin piedad al monarca que había controlado la mitad del mundo conocido.
Cuando los séquitos se encontraron, Fernando no era más que un rey vencido. La reunión en Remesal fue casi una burla a su dignidad. Rodeado por caballeros desarmados, se halló frente a Felipe, cuya armada de soldados alemanes mostraba el contraste entre el pasado y el futuro del poder en Castilla.
La cortesía exigía que los grandes de España besaran la mano del veterano monarca, pero ya ninguno lo seguía con fidelidad.
Fernando pidió ver a su hija, la pobre Juana, ninguneada por su esposo y por su padre, pero Felipe, en un gesto de crueldad que anticipaba su breve reinado, le negó esa pequeña concesión; y el golpe para el veterano rey parece que fue demoledor y Felipe lo sabía. Aunque se había apoderado del poder que correspondía a Juana, ésta no dejaba de ser su hija, algún sentimiento debía albergar por ella y su yerno lo sabía.
La soberbia de Felipe El Hermoso, le impediría reconocer la sabiduría de su suegro, quien intentó, sin éxito, ofrecerle consejos para gobernar Castilla y manejar el matrimonio con Juana. Fernando se presentaba ante Felipe, más como hombre y padre que como rey. Política aparte Fernando era padre de Juana y suegro de Felipe.
La Concordia de Villafáfila fue el epílogo de una tragedia anunciada. Un Fernando derrotado la firmó a regañadientes, sabiendo que su firma no era más que una máscara para ocultar su verdadero desacuerdo.
Las recompensas de Felipe a sus aliados flamencos, como si de un botín de guerra se tratara, causaron un profundo descontento entre la nobleza castellana. Tanto fue así que incluso quienes habían apoyado su ascenso empezaban a volverse contra él, al ver cómo los flamencos ocupaban los cargos más importantes, dejando a los viejos servidores de Fernando en el olvido. Ville y Veyre, camarero y mayordomo mayor respectivamente, eran las joyas de esa corona de ambición que Felipe portaba y fomentaba sobre sus leales la ambición.
El joven rey no disfrutaría mucho tiempo de su triunfo. El destino, cruel e inquebrantable; o el karma equilibrados de las fuerzas cósmicas, le tenía reservado un final tan súbito como inesperado.
La enfermedad lo alcanzó tras una serie de festejos y cacerías. Había estado jugando a caballo a un juego de pelota al parecer había tomado agua fría, enfermó y se fue deteriorando en breve. Parte de la historiografía habla de envenenamiento y otra parte habla de la toma de agua fría que le habría producido una especie de enfriamiento o resfriado o gripe y el 25 de septiembre, acompañado por su esposa Juana, murió y ella se sumió en una pena tremenda que la hizo desvariar y caminar con el féretro de su esposo por los campos de Castilla para llegar al destino que quería darle al cuerpo de su amado esposo: Granada.
El hombre que podría haber sido el rey más poderoso de Europa, se fue como llegó: de repente, sin aviso, dejando atrás un reino fragmentado y un futuro incierto.
Su muerte cambió el rumbo de la historia. Si hubiera vivido, quizá su hijo Carlos V nunca habría alcanzado la gloria que luego fue suya. Habría sido Felipe lo que Carlos I y V de Alemania fue en su época: el emperador reinando en un imperio en el que nunca se ponía el sol.
Así, con la partida de Felipe, España se reconfiguraba de nuevo y Fernando, el rey experimentado y prototipo del príncipe renacentista, volvía a mirar al Mediterráneo, donde aún quedaban batallas por pelear y coronas por reclamar.