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Infante Carlos María Isidro de Borbón y Borbón-Parma

 


El Infante Carlos María Isidro de Borbón y Borbón-Parma, segundo hijo del rey Carlos IV, vino al mundo en el Palacio Real de Madrid un 29 de marzo de 1788, y encontró su final en Trieste el 10 de marzo de 1855. Aquel hombre, firme en sus convicciones y reacio a torcer el brazo ante el designio de su hermano, Fernando VII, que decidió que la Corona española pasara a su hija, Isabel II, fue el primero de los pretendientes carlistas. 

Al proclamarse Carlos V, se convirtió en la chispa que encendió la mecha de las Guerras Carlistas, esas que tanto fuego y sangre derramaron por los campos de España, aún hay carlistas. Su figura, que algunos pintan con el pincel del idealismo y otros con el de la testarudez, se movió siempre entre títulos y nombres, desde Duque de Elizondo hasta Conde de Molina.

Entre 1808 y 1814, Carlos María Isidro, como un personaje salido de las páginas más oscuras de la historia napoleónica, vivió prisionero en Valençay, junto a sus hermanos, retenidos por el gigante corso, por Napoleón Bonaparte. 

Tras su liberación, volvió a Madrid en 1814 y contrajo matrimonio con su prima portuguesa, la Infanta Maria Francisca de Braganza, hija de Juan VI de Portugal y Carlota Joaquina, hermana de Carlos IV. 

No era hombre de cambios repentinos, así que, tras la muerte de su esposa, volvió a casarse, esta vez con María Teresa de Braganza, hermana de su primera mujer. De este segundo matrimonio no hubo descendencia.

Don Carlos, hombre de principios férreos y fe inquebrantable, creía en el derecho divino de los reyes como si de una verdad o designio celestial se tratase. 

Su vida, marcada por ese mismo convencimiento, lo llevó a chocar con la Pragmática Sanción que su hermano Fernando VII promulgó el 29 de marzo de 1830, permitiendo que su hija Isabel heredara la Corona. 

Carlos, hasta entonces el heredero, vio cómo todo lo que le correspondía por derecho se desmoronaba ante sus ojos. La reina María Cristina dio a luz a Isabel en octubre de ese mismo año, desplazando a su tío de la línea de sucesión. Pero Carlos, terco como un roble en pleno vendaval, no cedió. Los suyos, fieles a la causa que defendía, comenzaron a intrigar, a tejer conspiraciones, a agitar las aguas que pronto se volverían turbias.

En marzo de 1833, le llegó la orden de abandonar España por su negativa a aceptar la Pragmática y a reconocer a su sobrina como heredera. 

Fue entonces cuando Carlos fijó su residencia en los Estados Pontificios, pero siempre con un pie en la Península y el otro en el exilio. 

Rechazó cualquier intento de negociación y dejó claro que no pensaba renunciar al trono. 

Su hermano, Fernando VII, moría en septiembre de 1833 y Carlos, sin esperar un suspiro de duda, emitió el Manifiesto de Abrantes, proclamándose rey con el nombre de Carlos V. Aquel fue el toque de campana que anunció el inicio de la Primera Guerra Carlista, cuando el general Santos Ladrón de Cegama lo proclamó rey en Tricio y las tierras de España empezaron a teñirse de enfrentamientos.

Carlos, en su manifiesto, hablaba como si ya llevara la Corona sobre su frente, llamando a sus vasallos a seguirlo, a unirse bajo su bandera, prometiendo justicia para los leales y castigo para los desobedientes. 

Sin embargo, las armas de Isabel II no tardaron en acosarle y pronto tuvo que buscar refugio en Portugal, donde fue evacuado por la marina británica. Desde allí, huyó a Francia y en 1834 cruzó la frontera hacia Navarra, donde mantendría su corte improvisada durante los años de guerra.

El llamado Carlos V, que no brillaba precisamente por sus dotes militares, se vio siempre acompañado por hombres de acción, aunque su corte pronto se convirtió en un hervidero de consejeros mediocres y ojalateros, esos que solo saben decir "ojalá..." después de cada desastre. La situación se volvió insostenible. Las desconfianzas entre las tropas vascas, navarras y castellanas, que se negaban a salir de sus tierras para luchar, no hacían sino empeorar las cosas.

En 1837, en un gesto desesperado, Carlos organizó la Expedición Real, avanzando hasta las puertas de Madrid con la esperanza de que un matrimonio entre su hijo y la reina Isabel solucionara la cuestión sucesoria. Pero sus expectativas se vieron frustradas y tras la retirada, acosado por Espartero, tomó decisiones drásticas que solo empeoraron la situación: destituyó a los oficiales que le servían desde los tiempos de Zumalacárregui y llenó su entorno de incompetentes. En su desesperación, mandó fusilar a tres generales que sospechaba conspiraban contra él y terminó perdiendo incluso el apoyo de sus más fieles.

Finalmente, en 1839, tras la firma del Convenio de Oñate, también conocido como el Abrazo de Vergara, la causa de Carlos se desmoronó. Cruzó la frontera francesa en septiembre de ese año y se instaló en Bourges. En 1845, ya derrotado y sin más que perder, abdicó en favor de su hijo Carlos Luis, que adoptó el nombre de Carlos VI.

El Conde de Molina, como se le conoció tras su abdicación, murió en Trieste en 1855, lejos de la corona que tanto había anhelado. Allí reposan sus restos, en la catedral de San Justo, donde el eco de su ambición y su terquedad sigue resonando entre las piedras.

 Las cosas en la época no eran como ahora, la mujer, por muy princesa que fuese, seguía siendo considerada como un humano de segunda frente al varón, así que se prefería la sucesión del varón a la de la mujer, hay que ver la Historia con ojos de la época no con ojos contemporáneos. En la época no se veía legítimo la herencia del trono por Isabel II ni aun habiendo su padre derogado la Ley Sálica que concedía el derecho al hombre frente a la mujer, de este modo la Corona habría pasado al príncipe de Asturias, al futuro heredero, que se entendía era Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII. Pero existía otra peculiaridad en la situación, Fernando VII decretó La Pragmática Sanción, en realidad había sido aprobada en tiempos de Rey Carlos IV, en 1789, pero jamas se promulgó oficialmente; y, hasta el momento, Carlos María Isidro de Borbón y Borbón-Parma había sido Príncipe de Asturias y heredero de su hermano, con lo cual reclamó derechos dinásticos enfrentándose así a su sobrina Isabel II, hija mayor de Fernando VII.

 

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