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Amberes, 1584. Asedio


 

Amberes, 1584. El corazón rebelde de Flandes, el baluarte que se resistía a doblegarse ante la corona española, rodeado de murallas que parecían impenetrables y de un río, el Escalda, que prometía mantener a salvo a sus defensores. Pero la realidad, como siempre, le tenía reservada otra cara a la historia. Fue Alejandro Farnesio, Duque de Parma, el encargado de tomarla. Y la tomó, vaya si lo hizo. No por mera fuerza bruta, sino con un despliegue de inteligencia militar y un valor que aún hoy hacen crujir las páginas de los libros.

El cerco comenzó a finales de 1584, tras una racha imparable de victorias. Los tercios españoles, curtidos en mil batallas, habían conquistado Dunkerque, Ypres, Brujas, Alost y otras ciudades estratégicas. 

Con Amberes, sin embargo, el desafío era mayúsculo. No se trataba de una ciudad cualquiera, sino del emporio más próspero del norte de Europa, con sus cien mil habitantes, rodeada por un cinturón de fortines y una muralla que parecía hecha para intimidar al mismo diablo. Farnesio, frío y calculador, no dejó que eso le amilanara. Sabía que si cortaba el acceso por el Escalda, tenía la ciudad en sus manos. Y así lo hizo.

Construir un puente que atravesara el río, bajo la constante amenaza de los defensores, era una empresa que sólo un loco o un genio se atrevería a intentar. Farnesio era de los segundos. 

A base de postes, vigas y barcos anclados, levantó una obra maestra. Aquel puente no solo cortaba el paso a los navíos que intentaran socorrer la ciudad, sino que desafiaba la misma naturaleza del río. Se necesitaron siete meses de trabajo y noventa y siete piezas de artillería para completar aquella hazaña de ingeniería militar. Cuando lo lograron, en febrero de 1585, Amberes quedó aislada del mundo.

Pero los rebeldes no se rendían tan fácilmente. Desde Zelanda, Justino de Nassau, el hijo bastardo de Guillermo de Orange, llegó con una armada para romper el cerco. No vino solo. Traía a un ingeniero, Federico Giambelli, cuyo odio hacia España era casi tan grande como su talento. Y con él, un plan digno de la peor pesadilla. Los barcos-mina que diseñó llevaban dentro una mezcla letal de pólvora, clavos, cadenas y hasta ruedas de molino. No se trataba de simples explosivos; eran trampas de muerte flotantes, preparadas para destrozar el puente de Farnesio y todo lo que encontraran a su paso.

La noche en que los barcos-mina explotaron, el infierno se desató. Murieron centenares de soldados y parte del puente quedó hecho pedazos. Pero no fue suficiente. 

Los tercios, tercos, valientes y tenaces, como siempre, se atrincheraron, resistieron y reconstruyeron lo que pudieron. No había barco, mina ni fuerza que les hiciera retroceder. 

El coronel Mondragón, que defendía el contradique, rechazó un ataque zelandés con la misma fiereza con la que hubiera defendido su vida. Las aguas del Escalda seguían manchadas de sangre, pero el puente, maltrecho, seguía en pie.

Cuando la ciudad finalmente cayó en agosto de 1585, tras un asalto que dejó el campo sembrado de cadáveres, la gloria fue toda para Farnesio y sus soldados. Se apoderaron de veinticinco navíos, sesenta y cinco cañones; y la vida de tres mil rebeldes. 

Los tercios entraron en Amberes como si regresaran de un infierno, pero con la cabeza bien alta, descritos por los cronistas no tanto por su brillo como por su "ferocidad militar". 

Felipe II, desde la lejana corte, recompensó a Farnesio con el Toisón de Oro, pero fueron los hombres de los tercios quienes se llevaron la verdadera recompensa: tres días de celebraciones, un banquete sobre el mismo puente que había sellado la suerte de la ciudad y la paga atrasada que habían estado esperando durante más de tres años.

El asedio de Amberes fue algo más que una victoria. Fue el triunfo de una táctica impecable, de un coraje inquebrantable y de la tozuda voluntad de unos soldados que, con cada batalla, parecían demostrar que rendirse no era una palabra que existiera en su diccionario.

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