Los socialistas, en la década de los años 30, vivieron sus propios demonios internos. Tres corrientes, tres almas irreconciliables que compartían, eso sí, una misma obsesión por el poder.
El PSOE se desangraba entre teorías marxistas, obreros que levantaban el puño con el sudor en la frente y revolucionarios de verbo encendido. Julián Besteiro, Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto fueron los nombres que dieron vida a esas facciones y lo hicieron con tal intensidad que aún hoy resuena su legado.
Pero el éxito de Felipe González, allá en los años del cambio, no residió en ahondar en las cicatrices de la historia. El PSOE de la Transición, pragmático como pocos, prefirió dejar los fantasmas del pasado en el baúl, donde no estorbaran. No había que rendir cuentas por aquella República convulsa ni por la guerra fratricida que la siguió. Si algo quedaba claro, es que mirar hacia el futuro funcionaba mejor que jugar a desenterrar los viejos rencores, especialmente cuando se tenía un país por construir.
El PSOE, en ese pasado que decidió olvidar, se había acercado a la Internacional bolchevique para luego estrechar la mano de Primo de Rivera, asegurando su supervivencia bajo su dictadura.
El viaje de Fernando de los Ríos a la Rusia soviética en 1921 fue revelador: lo que encontró allí no era un paraíso socialista, sino un Estado que oprimía a la sociedad con el peso de su propia maquinaria burocrática. De los Ríos, hijo de la Institución Libre de Enseñanza, era uno de los puntales más liberales del PSOE y no tardó en darse cuenta de que aquel experimento soviético no era lo que había soñado ni lo que algunos habían abrazado sin saber el qué.
Al llegar la Segunda República, el socialismo se fracturó en varias líneas:
Besteiro, nostálgico del marxismo teórico, intelectual hasta la médula y catedrático de Lógica, se distanció de las instituciones burguesas y del parlamentarismo, hasta desencantarse incluso de la revolución. En los últimos momentos de la guerra, se rebeló contra la locura reinante junto al coronel Casado, creyendo que Franco negociaría una rendición honrosa. Besteiro acabó sus días encarcelado.
Largo Caballero, era el "Lenin español", como lo
llamaban sus seguidores, aunque él nunca se cortó en dejar claro que no
era solo retórica. Sus discursos apelaban directamente a la lucha de
clases, la nacionalización de tierras y la disolución de la Guardia
Civil. En la cúspide de su influencia, ante una multitud enfervorecida y
con un retrato de Lenin presidiendo el acto, Largo caballero prometió una Unión
de Repúblicas Ibéricas Soviéticas y en la Puerta de Alcalá se colgaron los retratos a gran escala de los líderes rusos. Para él, la revolución no era solo un
eslogan. Era un destino. Se radicalizó tanto que abanderó el llamado Frente Popular y cubrió a España de sangre, violaciones, delitos, asaltos, asesinatos, profanaciones...
Frente a Besteiro, Prieto representaba a los socialistas que miraban hacia una España obrera, pero sin perder de vista la necesidad de mantener el orden. Socialista "liberal", como él mismo se definía, pretendía estar más cercano a las ideas de Bernstein que a las de Rosa Luxemburgo. Para Prieto, la revolución tenía que tener límites y esos límites pasaban por evitar que España se desangrara. Su relación con Largo Caballero fue, como todo en aquellos años, una cuerda floja. A veces aliados, otras veces enemigos, Prieto siempre buscaba el terreno intermedio, navegando entre dos aguas, lo que algunos consideraron falta de empuje y otros, prudencia.
Cuando llegó la guerra, todo se desmoronó o al revés.
Negrín, uno de los socialistas más brillantes de su tiempo, intentó mantener una línea de resistencia mientras las tensiones entre las facciones del PSOE y el PCE se hacían cada vez más insostenibles. Su enfrentamiento con Prieto acabó por romper lo que quedaba de unidad dentro del partido. Negrín fue expulsado del PSOE en 1946, un exilio ideológico que duró hasta su rehabilitación en 2009.
El PSOE de la República se quebró en mil pedazos durante la guerra y nunca volvió a ser el mismo. Largo, Prieto, Negrín... cada uno tomó su camino, pero el partido, como muchas veces sucede en la política, nunca pudo coser las heridas que esos años turbulentos dejaron en su seno. Y, aunque Felipe González, años más tarde, decidiera no hurgar en aquella historia, la memoria siempre acaba regresando, arrastrando con ella a los fantasmas que nunca desaparecen del todo en los humanos que no conocen el concepto de perdón, reconstrucción, hermandad y otros muchos que son los pilares de la paz y la concordia, queriendo vencer, a destiempo, lo que perdieron allende el tiempo.