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Sevilla, Música en la Historia





Sevilla es una ciudad intemporal, todas las épocas del TIEMPO se han asomado a sus puertas, pero sin duda el que fue llamado Siglo de Oro es el más musical de todos en nuestra ciudad.

Sevilla se conoce extramuros por su Semana Santa y sus pasos devocionales, su imaginería y su suntuosidad que prueba el fervor que sus hijos tienen a la Divinidad, pero además de la imaginería y la orfebrería, las artes menores que ensalzan lo religioso, había otra forma de agradar a Dios y esta era, por supuesto, la música.

La música engrandece, destaca a quien la hace y enaltece a quien la paga, por ello sobre los siglos XVI y XVII las instituciones sevillanas hicieron de la música un símbolo más de su poder.


Sabemos que Santa María La Blanca, sede original de la Hermandad de Los Negritos, que abanderaba el Conde Negro, no por su color, sino por ser un noble que capitaneaba la hermandad religiosa de seglares negros que la componían. Allí, en Santa María La Blanca, un pequeño templo que es simbiosis de estilos que van desde el románico, gótico, mudéjar, renacentista, barroco y rococó, simbiosis de estilos, de culturas y de creencias que se aúnan todas en una; los esclavos negros eran maestros de la percusión en loor de Santa María la Blanca.


Los cantores en la Catedral, con sus antífonas, contraltos, atabales, enaltecían la liturgia a la vez que daban un tono épico contra el infiel, incluso a las ceremonias del Cabildo, los ministriles en las procesiones por toda la ciudad; y sabemos que era en el antiguo quemadero de la Plaza de San Francisco, claustro del antiguo Convento Casa Grande de San Francisco, donde lo mismo se ajusticiaba y quemaban herejes que se corrían toros. Las chirimías y sacabuches que aparecía en los cortejos también acompañaban los llamados autos de fe de la Inquisición. También estaba presente la música en veladas en la Alameda de Hércules antes de que fuese “zona alegre” o de “gente de mal vivir”, en el Siglo de Oro las mancebías estaban en la zona del Arenal e incluso había un protocolo según el cual las mujeres dedicadas a la prostitución no podían llevar manto sino un paño rojo o medio manto que indicaba su condición.

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