Surgen los iconoclastas en el siglo VIII y por este nombre se
conoce a la herejía y consiguiente persecución iniciada
por el emperador León el Isáurico (717-741) contra el culto a las imágenes
religiosas.
Después de impedir la caída de Constantinopla en manos de los
musulmanes, León promulgó en el año 726 una notable
colección legal conocida con el nombre de ‘Eclega’,
que entre sus disposiciones se encontraban aquellas que prohibían el
culto a las imágenes y cuya total destrucción ordenó en el año 730.
Algunos historiadores han visto como fundamento de esta actuación una clara
influencia del carácter iconoclasta de los musulmanes y de
los judíos, que consideraban tal culto como un acto de
idolatría.
Se produce la división entre los fieles de la
Iglesia de oriente y se marcó un hito en el alejamiento entre las
dos Iglesias, la de occidente y de oriente. El
papado se mostró inflexible desde un principio en su rechazo a las
pretensiones iconoclastas, y su alianza con la dinastía
carolingia en desmedro del emperador residente en Constantinopla, generó
una fuerte controversia y desconfianza mutua.
Los primeros cristianos de occidente con excepción de los de origen judío que se abstenían de toda veneración de las
imágenes atento la prohibición dispuesta por la ley mosaica, no tuvieron
mayores inconvenientes en adoptar su culto desde tempranas épocas,
reproduciendo un sin fin de imágenes de Cristo, de los apóstoles y de mártires, surgiendo un arte cristiano propiamente, que sirvió para la difusión de las verdades contenidas en las Sagradas
Escrituras a los pueblos donde aún reinaba el paganismo y que para la
Iglesia naciente, era aún tierra de misión.
En el caso de los cristianos
orientales, a mediados del siglo V, la práctica fue adoptada; pero, al momento de estallar la querella iconoclasta, ya se encontraba
suficientemente arraigada, lo que explica el rechazo popular a la política
iconoclasta y el surgimiento de una gran cantidad de apologetas defensores
de la veneración de imágenes, a los que se los denominó ‘iconódulos’, que fueron acusados de promover la idolatría y la magia iniciandose contra ellos una fuerte persecución.
Esta situación continuó
hasta la llegada al trono imperial de Irene, viuda
del emperador León IV (775-780), que restauró el culto en consonancia
con lo resuelto en el II Concilio ecuménico de Nicea (787) celebrado
durante el pontificado de Adriano I (772-795).
Una segunda etapa de la querella
iconoclasta se inició durante el reinado de León V, el armenio
(813-820), menos violenta que la primera, pero no por ello dejó
de producir serios trastornos entre los fieles que no disminuyeron su
reclamo de restitución del culto. Destacan los
patriarcas Nicéforo y san Germán, san Juan Damasceno y el monje Teodoro
Studita.
Con el emperador Miguel II (820-829) se produjeron numeross revueltas populares contraria a
su política iconoclasta, lo que originó la aplicación de una nueva política
de persecución.
Toda
esta situación de sublevación interna por parte de los súbditos del
imperio y la obstinación de las autoridades por imponer una
doctrina que les era ajena, no hizo más que debilitar su propio poder, que se volvión incapaz para impedir el
arrollador avance musulmán quienes lograron conquistar, entre otros
lugares, Sicilia y Creta.
El final de los iconoclastas llegó cuando
accedió al trono, como regente del emperador Miguel III (842-867), de la
viuda de Teófilo (829-842), Teodora, quien al revocar todas las
disposiciones legales de carácter iconoclasta (843) restauró
definitivamente el culto a las imágenes. Este hecho originó la aún
vigente fiesta conmemorativa que cada 11 de marzo celebran las Iglesias
orientales.