Es el conjunto de doctrinas que desarrolló el obispo sirio, Apolinario de Laodicea (310-390). Había sido formado en el seno de la escuela teológica de Antioquía y, en un principio y en el marco de las controversias cristológicas, actuó como apologéta contra el arrianismo, que negaba la condición divina de Cristo, creyendo en esta lucha poder encontrar la solución y profundizar en el principio de la unidad del Logos encarnado, pero esto le llevó al error de negar la doble naturaleza, humana y divina, de Cristo.
Sostuvo que Cristo no podía ser un hombre normal entendiendo que para estar libre de todo pecado debía carecer de un alma racional necesariamente.
Negó la plenitud de su divinidad, dedujo que Cristo era un ser intermedio, derivado de la unión
sustancial entre Dios, el Hijo y un cuerpo inanimado. De allí que argumentara que sólo tenía una única naturaleza: la divina, y que ésta, al
encarnarse había tomado el lugar del alma racional y por tanto, no había
asumido la condición humana de forma plena. Creyó dejar a
salvo la santidad del Verbo ante el pecado, lo que es propio de la condición del alma humana. Apolinar sostuvo
pues que en Cristo carecía de alma humana,
y que el elemento divino y humano se encontraban verdadera y
sustancialmente unidas, dando preeminencia su divinidad en detrimento de su
humanidad, siendo el Logos quien da vida o informa al cuerpo humano.
Apolinar decía que Cristo era un ‘hombre
celeste’.
Fue condenada su filosofía por el papa San Dámaso I en el año 377, y tras el primer Concilio ecuménico de Constantinopla (381), el apolinarismo se extinguió poco tiempo
después.